La leyenda de los Chiles en Nogada
Dicen los angelados poblanos, y dicen con no poca humildad, que cuando corría el año del señor de 1821 en el puntual día del 28 de agosto, consagrado a la celebración de San Agustín, su gloriosa, pulida, magnifica y celestial ciudad se vistió con mayor gala, si eso es posible, por la honrosa visita que le hiciera la excelentísima figura de Don Agustín de Iturbide, quien acababa de alcanzar un imborrable lugar en la historia nacional al cumplir los ideales iniciados desde 1808 por el Lic. Primo de Verdad, y otros resueltos hombres como Hidalgo, Morelos y Guerrero, quienes en un gesto de suprema generosidad y anteponiendo los intereses de la Patria, habían logrado uno tras otro, impulsar la flama revolucionaria, que finalmente recibiría Iturbide, para lograr la tan ansiada Consumación de la Independencia.
Por ello, las campanas de la magnífica Catedral de Puebla tocaban ingente a “los cuatro vientos” el júbilo de aquel noble y esforzado pueblo que había logrado alcanzar tan alto anhelo. Todo parecía seductor, Don Agustín era recibido como héroe y abrazado con la efusión de tan alto acontecimiento, pero con la debida discreción de los hombres santos, por Don Antonio Joaquín Pérez Martínez obispo de la Angelópolis, quien decidió darle un inolvidable ágape aquella misma noche, por ser él quien había obtenido en Córdoba, Veracruz, la firma final que daba el último Virrey de la Nueva España, Don Juan de O´Donujú, a la novísima nación que ahora se forjaba, México.
Sin embargo, Agustín se mostraba temeroso porque no todos “lo veían con buenos ojos” los insurgentes pensaban que traicionaría el Plan de Iguala, y muchos españoles y criollos avecindados en tan emblemática ciudad, lo veían como perjuro a su monarca, Fernando VII, por eso, temía morir envenenado a través de los alimentos, y por ello se había prometido no comer nada.
Pero en el ágape observó algo que le pareció suculento y digno de ser probado, algo seguramente libre de todo mal, eran los Chiles en Nogada, un platillo vestido con los colores, nada más y nada menos, que de su bandera trigarante, los cuales habían sido elaborados por las virginales y piadosas manos de las beatísimas monjas de Santo Domingo quienes, definitivamente, no se hubieran dejado envolver en conjura alguna contra su persona, elaborados para homenajearlo, en el día de su santo patrono, pero sobre todo, en recuerdo de su gesta heroica.
Así, desvaneciendo sus temores y decidido como era, consumió aquellos chiles “elevando los ojos a Dios” y agradeciéndole por tan generosa mezcla de olores, sabores, colores y texturas. Desde entonces, las madres fijarían para la posteridad una tradición que se repite hasta nuestros tiempos, pues su creación refleja, en cada bocado, una mezcla gloriosa, tan grande como la Independencia Nacional.
Luis Ricardo Bonilla Cazarín
Investigador Gastronómico